Nunca se pusieron de acuerdo. Ni siquiera cuando Bolívar había sellado la Independencia con la batalla de Boyacá en 1819. Seguían, esta vez, en disputas sofistas sobre qué tipo de gobierno se ajustaba mejor, si el federalismo o el centralismo, si una democracia representativa o constitucional. En adelante, los campos de batalla pasaron también a las columnas de los periódicos. Aterrado por el poder de estos ciudadanos pasivos dedicados a la prensa, Bolívar le confesó al general Santander que ellos arruinarían su empresa independentista.
“Esos señores piensan que la voluntad del pueblo es la opinión de ellos, sin saber que en Colombia el pueblo está en el ejército, porque realmente está y porque ha conquistado este pueblo de mano de los tiranos; porque además es el pueblo que quiere, el pueblo que obra y el pueblo que puede; todo lo demás es gente que vegeta con más o menos malignidad, o con más o menos patriotismo, pero todos sin ningún derecho a ser otra cosa que ciudadanos pasivos. Esta política, que ciertamente no es la de Rousseau, al fin será necesario desenvolverla para que no nos vuelvan a perder esos señores. Piensan esos caballeros que Colombia está cubierta de lanudos, arropados en las chimeneas de Bogotá, Tunja y Pamplona. No han echado sus miradas sobre los caribes del Orinoco, sobre los pastores del Apure, sobre los marineros de Maracaibo, sobre los bogas del Magdalena, sobre los bandidos del Patía, sobre los indómitos pastusos, sobre los guajibos de Casanare y sobre todas las hordas salvajes de África y América que, como gamos, recorren las soledades de Colombia. ¿No le parece a usted, mi querido Santander, que esos legisladores, más ignorantes que malos, y más presuntuosos que ambiciosos, nos van a conducir a la anarquía, y después a la tiranía, y siempre a la ruina? Yo lo creo así y estoy cierto de ello. De suerte que si no son los que completan nuestro exterminio, serán los suaves filósofos de la legitimada Colombia”. [“Carta de Bolívar a Santander, del 13 de junio de 1821”, en Cartas de Bolívar, 1799 a 1822, París-Buenos Aires, Editorial Louis-Michaud, 1911].
Esos “suaves filósofos”, como se quejó Bolívar, muchas veces no contaban en la toma de sus decisiones con el indígena ni los curas, como ocurrió en México. Desdeñaron por otra parte a la clase militar y sólo valoraron un tipo de hombre civil –el ciudadano– lejos del campesino y el provinciano. Colombia pareció una invención del romanticismo. Una ilusión de letrados apasionados por las ideales de la Revolución Francesa. De ahí el choque inevitable con Venezuela.
De hecho, a partir de esta carta de Bolívar, el célebre historiador colombiano Indalecio Liévano Aguirre (1917-1982) ofrece varios criterios para entender la diferencia entre Colombia y Venezuela. Si la historia suele dividir a los pueblos en sedentarios y nómadas, los primeros viven en los altiplanos y son generalmente son los que albergan el poder central, mientras los segundos viven en las llanuras y los anchos valles y son los que comandan las revoluciones. La herencia del virreinato asentado en la alta sabana de Bogotá predisponía a una excesiva formalidad que impidió el estallido total de la revolución; no lo permitía tampoco el difícil contacto comercial. Caracas, en cambio, estuvo más dada al comercio marítimo. Sólo albergó una capitanía, y el poder colonial no se afirmó lo suficiente. Su clase señorial pronto fue removida en una guerra sin cuartel de los zambos y negros, de los llaneros y mantuanos contra los criollos oligarcas, cuyo deseo independentista parecía una mera excusa ideológica para dominar con mayor poder. Por eso Bolívar advirtió la necesidad de lanzarse a la conquista de esas llanuras y valles, al encauce de esa energía dispersa. Hasta el llanero más paupérrimo y aislado, explica Mariano Picón Salas en Suma de Venezuela (Caracas, Monte Ávila, 1988), se removió con la lucha independentista. Medio pueblo venezolano y colombiano se derramó sobre Suramérica, marchó, porque el desplazamiento era su forma de vida. Llegó hasta las alturas andinas del lago Titicaca y, sobre las ruinas de los incas, fundó Bolivia, anagrama del Libertador. Sucre, otro venezolano, gobernó durante los primeros años. A Ecuador comenzó gobernándolo Juan José Flores, venezolano, nacido en Puerto Cabello. Pero cuando Bolívar quiso asentarse y organizar la Gran Colombia, no tuvo otra opción sino la de gobernar de nuevo desde Bogotá. Los dos pueblos no podían estar unidos políticamente; la prueba está en las formas en que se manifestaron después: en Venezuela gobernó el caudillo; en Colombia, el abogado. El hombre prominente venezolano fue general; el colombiano, doctor. Y la eterna disputa entre Bolívar y Santander, entre Venezuela y Colombia, se sigue repitiendo con Chávez y Uribe.
Después de la Independencia, siguiendo a José Luis Romero, Colombia se repartió en ciudades estancadas y en ciudades dinámicas. Las estancadas fueron las ciudades con mucho legado colonial, es decir, Popayán, Tunja, Pamplona y por supuesto la misma Bogotá. Las dinámicas pronto ganaron en economía al dejar prosperar a sus clases medias en clases burguesas. De hecho, la auténtica colonización del territorio se completó con el esfuerzo individual de los nuevos colonos a lo largo de la república. Fueron hombres ya libres, sin ataduras coloniales, los que gestaron en los Andes centrales la gran colonización antioqueña. Si la fundación de Medellín es imprecisa (¿1764?), su industrialización y urbanización, como la erección de Manizales (1848), Pereira (1863) y Armenia (1889), representan creaciones republicanas, demostraciones patentes de la transformación de un territorio despoblado. Incluso a los extranjeros que miran a Colombia, los antioqueños les parecen sui generis. Su colonización parece girar en una órbita aparte.
Fueron también pequeñas legiones de colonos los que por iniciativa propia, sin apoyo del gobierno, se aventuraron a explorar los Llanos orientales y las selvas del Amazonas. Fundaron Villavicencio (1842) en el piedemonte entre la cordillera y las llanuras, mientras a Leticia (1867) a orillas del río Amazonas. Lo alarmante es que todavía más de la mitad del territorio colombiano se vislumbra sin humanizar lo suficiente –desconocido, menospreciado, explotado, a merced de los gamos de los que hablara Bolívar–. La aventura de la selva y los Llanos era tan riesgosa y las condiciones de vida tan terribles, que el novelista José Eustasio Rivera concibió La vorágine (1924) como un descenso a los infiernos: un deslizarse del vórtice de la pirámide, de Bogotá, a las pampas solitarias lamidas por infinidad de ríos. Esos campamentos caucheros que Rivera registró con horror parecen repetirse en los campamentos guerrilleros de las FARC. ¿Cómo puede ser Colombia el único país del hemisferio occidental con grupos terroristas y fanáticos?
En síntesis, también en Colombia domina el mestizaje. Al puerto de Cartagena de Indias arribaron muchedumbres de africanos que, tras la abolición de la esclavitud, se regaron por la costa Caribe y Pacífica emanando danzas populares expresivas, sensuales: la cumbia, el mapalé, el currulao. Al contacto con el acordeón alemán nació el vallenato, sin duda la música colombiana más vigente en Latinoamérica. Y si tenemos presente que las danzas populares son la expresión primigenia de una cultura, no cabrán dudas sobre la vitalidad de Colombia. En la región andina, se dio un tipo de danza, el pasillo, el bambuco y la guabina, a la inversa de la caribeña: introvertida, un tanto melancólica y nostálgica. Los contrastes a ratos son inexplicables y la pregunta continúa. ¿Qué es Colombia si se pierde en los contornos y en los límites, si se ablanda o se deshace como si el cemento con el cual está construida aún no estuviera cuajado y seco?
Antonio Nariño: